COMENZAR A ESCRIBIR
Para mi maestro,
don Moisés Porras
Matos.
Con cariño y
gratitud.
Mi primer poema lo escribí cuando tenía once o doce años de edad, en la
primaria; era algo así como un homenaje o alabanza a Andrés Gavancho,
un héroe pallasquino asesinado, en el “Cabildo” del Pueblo, por las fuerzas
invasoras, en 1883. El único que supo de ese poemita, y lo leyó con
entusiasmo, fue mi padre, el maestro Rafa. No volví a escribir sino hasta
cuando ya en tercero de secundaria, don Erasmo Sandoval me pidió
que diese un discurso por el "Día de la Dignidad" que ese año, 1969,
se celebraba por primera vez, el 9 de octubre, por disposición del gobierno
militar de Juan Velasco. Intuyo –y no encuentro otra explicación- que mi
cara debió haber parecido “cara de inteligente” para que don Erasmo, a la sazón
director del colegio, se fijara en mí para tal cosa. Era el Colegio
Municipal Mixto San Juan Bautista, una institución educativa sumamente
humilde pero también, felizmente, muy ambiciosa, que había comenzado a
funcionar en abril de 1967. Cuando don Erasmo me hizo ese pedido me alegré y
asusté al mismo tiempo, pues no sabía exactamente cómo empezar a escribir el
bendito discurso; así que opté por lo que me pareció el recurso más fácil: decirle
a mi padre que lo hiciera. El maestro Rafa me miró de pies a cabeza y decretó:
trata de hacer lo que puedas y luego me lo muestras para corregírtelo. Y bueno
pues, traté de hacer, efectivamente, lo que pude. “Inficionado” como
estaba entonces de “marxismo” y cosas por estilo, llegué a mirar con la lupa
medio retorcida de esa ideología toda la realidad –mejor dicho, la realidad que
me rodeaba- y hasta creí que lo ocurrido un año antes en Talara -la toma de las
instalaciones petroleras por parte del ejército, que esta vez se conmemoraba-
había sido un ejercicio de la llamada “violencia revolucionaria” y que –como es
de suponerse- merecía el aplauso sin reservas. Y, claro, eso fue lo que tuve en
cuenta al redactar el texto que iba a leer ante mis compañeros y profesores. En
la biblioteca de mi padre había una revista (no recuerdo bien, pero creo que
era “Cultura Peruana”) en la que yo había leído la entrevista hecha a un
sacerdote que estuvo en el leprosorio San José durante la época en que allí
también trabajó Ernesto Guevara, más conocido como “El Che”; el religioso,
entre otras cosas, contaba que al conversar con el que después se convertiría
en guerrillero, este –en respuesta a una de sus inquietudes- le dijo, rotundo:
“Es verdad: la violencia no convence, pero vence.” ¿Lo adivinaron? Pues bien
-novelero, cómo no- esa frase la inserté en mi discurso. Creo que por eso me
aplaudieron. El texto -mecanografiado en nuestra vetusta maquinita
"Underwood"-, antes de ser leído, no fue visto, naturalmente,
por mi padre, porque, claro, creí que no necesitaba corrección. Digamos que
salió “bien”. Estoy seguro que en gran medida lo que ayudó a que tuviese cierta
soltura al redactar ese discurso fue el aprendizaje logrado, ya desde el
Primero de Secundaria, al escribir mi “diario íntimo”, siguiendo –como todos
mis compañeros de clase- las indicaciones y enseñanzas de quien fuera el
director que inauguró nuestro Colegio, don Moisés Porras, y gracias
a la inolvidable lectura de “Corazón”, el libro de Edmundo D’Amicis. Herenia
Guzmán, entre todos los alumnos, era quien mejor hacía su diario y ponía
cosas como esta, con un toque medio "verleniano": “La mañana está
hermosa dentro de mi alma, pero el firmamento está cubierto de una capa negra”;
yo apenas podía, tratando de ser ingenioso, escribir frases burdas como: “este
día lo pasé como si no hubiera ni moscas”. Don Moisés, joven aún, llegó a
Pallasca con toda su familia: la señora Mercedes Málaga (siempre en los
corazones de quienes fuimos sus alumnos), y las niñas Gaby, Bexy, Olenka y
Liliana. Gracias a su entusiasmo, cultura y sensibilidad artística, este
huancaíno, que fue un gran maestro para nosotros, logró un cambio significativo
en mi tierra, haciendo que los púberes de entonces pudiésemos mirar el mundo de
otro modo -más noble- y que viésemos lo que a otros tal vez no les interesaba
ver: el teatro, la literatura, la música clásica. Lo que hoy es conocido como
“plan lector”, don Moisés lo hizo con nosotros: “A leer dos libros al mes”, nos
ordenó. La impuntualidad, mal endémico de los peruanos, fue eliminada para
nosotros: “Hoy instauramos la Hora Pallasquina”, dispuso. Aprendimos a escuchar
e interpretar poemas sinfónicos: Franz Liszt se convirtió en nuestro compositor
favorito. Participamos, creo que apoteósicamente, en las tradicionales
“veladas literario musicales”, con la presentación de obras teatrales que
nuestro director, también profesor de Lenguaje, había escrito (“Amor de madre”)
o adaptado del cine (“Cuando los hijos se van”). A pesar de las comprensibles limitaciones,
las actuaciones eran realmente extraordinarias, especialmente de Gloria
Valderrama, Lilia Álvarez y Walter Tapia (que
era alumno de la sección nocturna). Estas veladas -en las que también se
presentaba un bello número de Vírgenes del Sol, con Mechita Delgado y
Lilia- se dieron no solo en la localidad nuestra sino también en otros
distritos de la provincia, a donde acudimos en “excursión”. Gracias al “Mixto”
(así conocíamos a nuestro colegio), Pallasca fue otra cosa, definitivamente. A
nosotros, los jovencitos de entonces, nuestros amigos del otro colegio –el
Agropecuario- nos llamaban, socarronamente y con algo de acierto, “los
caballeritos”. Don Moisés, terminado el segundo año, se fue a Conchucos, a
dirigir el Colegio de ese distrito, en reemplazo de Eduardo Yataco (escritor de
literatura infantil, a quien después -ya en Lima- encontré cuando ambos
estudiábamos Inglés en el ICPNA). Nos quedamos con don Erasmo Sandoval,
que había llegado desde Lima para ser el nuevo director, y nuestros inolvidables
profesores: entre otros, el "teacher"Mario Vidal, lleno de
buen humor y de conocimientos en Inglés y religión; don Isidoro Cier,
experto en matemáticas; Nerio Rubíños ("Jovenesh
ilustresh", nos decía; y fue quien me hizo conocer a Javier Heraud, al prestarme
el libro "Poesías completas y homenaje", publicado en 1964, en que se
incluían cartas del poeta). Y, por cierto, nos quedamos también con el orgullo
renovado de ser pallasquinos. Por correo le envié a don Moisés algunos poemas y
narraciones mías, esperando que me diera su apreciación y consejos. Así ocurrió
y, además, me recomendó algunos libros y me dijo que, si alguna vez tenía la
oportunidad de ir a Lima, no dejara de conocer El Palermo y
el Versailles, porque “allí escucharás leer poesía a poetas,
como Calvo, Corcuera y Naranjo”. Los consejos que don Moisés me dio respecto de
los versos que yo había comenzado a escribir, fueron muy útiles, porque gracias
a ellos pude componer el primer “buen poema” de mi adolescencia, llamado “Color
de barro”, por el que recibí el primer premio en el concurso que organizó el
nuevo director de mi colegio, creo que con motivo del aniversario de la
institución educativa. Ah, pero si hay alguien más a quien le debo
también el haberme metido de lleno en este bello y a veces también penoso
ejercicio de la poesía, es a una linda chiquilla de la que me sentí atraído y a
la que (como conté en otra oportunidad) “–por mi crónica timidez- no me atreví
a decirle nada. Pero como había la necesidad de liberar en alguna forma mis
emociones, opté por "torturar" casi frenéticamente a la página en
blanco con mis candorosas confesiones (…) Al año siguiente, cuando la bella e
inteligente musa se encontraba en otro pueblo y, claro, en otro colegio (pues
se había retirado del nuestro porque ya estaba anunciada su desaparición -que
se concretó creo que dos años después-, por falta de presupuesto, y porque las
gestiones para su necesaria "estatización" no dieron resultado), por
correo comencé a enviarle algunos de mis textos” como si se tratara de
una inútil e inocente declaración de amor. Ahora, tantos años después, me doy
cuenta de que, en realidad, eso es la poesía: una inútil e inocente pero
valiosa e insustituible declaración de amor a la vida y la libertad. Es lo que
pensé cuando, niño aún, escribí aquellos versos para Gavancho, el héroe
pueblerino cuya vida –como ofrenda a los pallasquinos, y en muestra de dignidad
sin fechas celebratorias- se apagó frente a un pelotón de fusileros, en 1883.
Comentarios
Publicar un comentario